Que feo título para esta columna, pero ni modo, pues es necesario ir entendiendo esta idea de la gobernanza urbana de una manera más coloquial. Por lo pronto, digámosle como debe ser al conjunto de leyes, reglas, acuerdos, protocolos, pactos y simples correspondencias y cortesías que debemos conceder, respetar, considerar o cumplir todos para que la vida en la ciudad resulte viable, sana, justa, equitativa, democrática y donde, en un momento dado, nos comprometamos con la madre naturaleza para que sea capaz de mantener sostenible la vida. Son obligaciones y derechos que tenemos unos con otros, empezando por los responsables del orden en lo público y acompañados por la responsabilidad de cada quien, en la intimidad de sus decisiones sobre sus bienes inmuebles y su comportamiento en la calle. Todo eso es la famosa “gobernanza”.
Gobernanza urbana, en palabras llanas, son los acuerdos públicos para que lo público en la ciudad se mantenga vivible. Se oye complicado, pero no lo es, para nada. Es el sentido común su fuente y la lógica su directriz, solo que lo complicamos poniéndole condimentos como las ideologías, las alternancias democráticas, la visión de unos cuantos tenedores de suelo que prefieren ser ellos los que pongan las reglas y, con mucha frecuencia, la deformación de algunos políticos que al gobernar lo hacen considerando que las cosas públicas son suyas y para su beneficio.
Gobernar la urbe es otra aproximación para comprender la idea. Desde la visión de los que fueron electos para tomar las decisiones en la ciudad podría ser sinónimo de imponer la ley con mano dura, la oportunidad de aplicar la fuerza del Estado cuando haga falta; sin embargo, esta es otra acepción equivocada de la idea. La gobernanza en su esencia no es imposición, por el contrario: es el fruto de la madurez específica de la vida democrática de una comunidad basada en el diálogo sobre lo público, antes de que las cosas sucedan espacialmente y para que, de darse, sucedan sin mayores lesiones a las minorías que pudieran estar opuestas a tal o cual decisión.
Así como la canción, qué lejos estamos del suelo donde hemos nacido y qué lejos de ver esto pronto practicarse estamos… ¿O no? Yo creo que no. Espero que no. Quiero pensar que no. En palabras del famoso arquitecto y fundamental urbanista mexicano Pedro Ramírez Vázquez, el urbanismo sin voluntad política es tan solo un ‘hobby’. Y no es la voluntad del político de turno a la que me refiero, sino a la voluntad pública tomada de la consulta, del diálogo, del entendimiento de los pros y contras de las decisiones en órganos deliberativos ex profeso; pactos públicos que se traducen en entendimiento, reglas lógicas y justicia urbana que materializamos en acuerdos del ayuntamiento, decisiones del Legislativo, pero sobre todo, en la urbe, que se materializan cuando se determina el presupuesto gubernamental y se lanzan, respetando la ley, las convocatorias a licitaciones y concursos para la obra pública.
Esa es democracia urbana, si se me permite el término. Y no es una democracia a modo, donde se pueda hacer la triquiñuela de solo consultar a los que tienen intereses encontrados o favorables al interés del gobernante. ¿Les suena? Es y debe ser una democracia indistinta, en lo posible, a los designios del poder, un poder que frecuentemente tiene intereses económicos cruzados con el gasto público. No olvidemos que los políticos inversionistas abundan en nuestros días, más cuando las grandes obras derraman porcentajes a la cartera de los grandes decisores.
Gobernanza urbana, no se les olvide el término. Un modo o modelo de conducción de lo público que implica a la gente y para el que la gente, es decir, nosotros, debemos entrenarnos. Un modelo que tienen que adecuar a su forma de gobernarnos, esos que dijeron en campaña que su gobierno sería un “gobierno ciudadano”. A ver si es cierto. Allá sus conciencias.