Recuerdo el gran pavor que despertaba en mi mente de niña, ese ser espeluznante; esa criatura tenebrosa que no conocía, pero que al mismo tiempo era tan cercana a mí.
Me observaba todo el tiempo… era omnipresente; sobre todo cuando -en medio de un berrinche- pretendía soltarle la mano a mi mamá mientras caminábamos por la calle… o cuando no quería hacer la tarea… o si les decía groserías a mis hermanos… o si me negaba a comer verduras.
Mi madre parecía administrar su agenda y manejarle sus relaciones públicas, porque sabía el momento preciso en el que él podía aparecer frente a mí para llevarme a no sé dónde… pero seguramente al peor sitio del mundo, al más aterrador. La clave para mantenerme a salvo era ser obendiente.
José Emilio Pacheco, en Las Batallas en el Desierto, lo dibuja tal y como me advertían que era:
Allí acecha el Hombre del Costal, el gran Robachicos. Si vas a Romita, niño, te secuestra, te sacan los ojos, te cortan las manos y la lengua, te ponen a pedir caridad y el Hombre del Costal se queda con todo.
Pero el robachicos no era mi única preocupación, también “el coco”me provocaba una enorme zozobra…
Duérmete niño,
duérmete ya;
que viene el coco
y te llevará.
Duérmete niño,
duérmete ya;
que viene el coco
y te comerá.
Por supuesto también me inquietaba la amenaza de que mi papá apareciera con el cinturón en la mano (por cierto, jamás recibí un golpe de su parte, excepto una nalgada por haber roto un obsequio de bodas: un maldito florero azul que al caer se hizo polvo ¡cómo olvidarlo!; eran más comúnes los “pellizcos de monja de mi mamá”) o sacar bajas calificaciones, porque ahí sí me iba “como en feria”.
Hoy, las cosas han cambiado diametralmente; porque aquel robachicos imaginario, el hombre del costal tan temido y el misterioso coco no solo se vistieron de realidad, sino que le han arrancado a nuestros niños la inocencia, la salud…y ¡la vida! al transformarse en bestias atroces de carne y hueso.
Trágicamente, ahora la infancia se transita en entornos de violencia en el hogar, en la escuela, en la comunidad, en las instituciones y en el mundo digital… y ¡no todos los menores logran sobrevivir!
Y para muestra, ahí están los niños y jóvenes masacrados por el crimen organizado en Uruapan, Michoacán; ahí están los 72 mil 873 niñas, niños y adolescentes migrantes no acompañados, detenidos el años pasado por la patrulla fronteriza…
Ahí están los 14 mil menores asesinados en un periodo de diez años, los 7 mil desparecidos (4 al día, según la Red por los Derechos de la Infancia en México); ahí están los mil 764 niñas y niños por cada mil que son víctimas de violencia sexual (según el INEGI);
Ahí están las historias de los niños sicarios… ahí están los niños armados y convertidos en policías comunitarios…
Ahí está Fátima, la pequeña que extendió confiadamente su mano y caminó junto a Giovanna “N”, la mujer que la llevó a un lugar más espeluznante del que yo pude inventar en mi niñez; porque la guió hacia Mario Alberto “N”… el verdadero coco.
Así, mientras yo estoy aquí recordando muchas décadas después a aquellos monstruos imaginarios, que me llevaron a convertirme en lo que, bien o mal, soy ahora (porque nunca le solté la mano a mi mamá mientras caminábamos por la calle, hice la tarea, me abstuve de decirles groserías a mis hermanos y me comí las verduras); miles de niños no estarán mañana para narrar y reírse de sus miedos… porque ellos sí se enfrentaron a hombres del costal que se quedaron con todo.