La razón nos obliga a pensar que el saber modela el ánfora donde la caridad y el bien prosperan. Así pues, toda deformidad del alma, todo gesto envilecedor debiera morir en el seno del conocimiento. ¿Realmente es así?
La cultura impulsa a la aspiración y la endereza hacia horizontes más puros, siendo innegable que ejercita la facultad del hombre de comprensión de lo que hemos dado en llamar “la trama humana”. A partir de ella, producen las sociedades hombres de gran visión que, siendo los guiadores del pensamiento público, se convierten en abanderados de ideologías diversas, impulsan metas públicas y encauzan deberes en lo que respecta a la obligación moral del hombre para el hombre.
Sin embargo, la cultura y la sabiduría dejan intacto el primitivismo de los sentimientos. “Cambian los hábitos -pregona el filósofo- mas no la forma de los cuerpos. Cambia la cortesía, la ciencia o la ignorancia, pero el corazón no cambia y todo el hombre está allí”.
La cultura, en el nivel adquirido, es débil frente al mal. Y no obstante, la maldad del hombre ignorante es franca y temeraria, la maldad -en cambio- del hombre cultivado traspone los límites de la concepción humana del mal. ¿Por qué? Porque es consciente del daño que hace.
De ahí que tenemos en la actualidad un flamante lenguaje: a la hipocresía se le llama “diplomacia”, a la voracidad se le disfraza de “necesidad territorial” y, al deseo de matar, de “sentido de preservación”.
Hoy, y a pesar de “saber más” y “comprender más”, el mundo se halla contaminado de una profunda enfermedad: indiferencia para todo lo que viva fuera de la propia periferia. El ser humano, como ser absolutista, ama a quien está más cerca de él; luego entonces, no ama plenamente. Solo defiende sus afectos circundantes por la simple razón de que constituyen muletas de su espíritu, rebelde al aislamiento y a la soledad. La frialdad emocional ante el aletazo de “lo extraño”, la indiferencia en que se enclaustra el egoísmo cuando todo llora alrededor, este es el mayor mal del mundo, porque escalda más que el odio, más que la envidia y mucho más que la ignorancia.
Triste, concluir que la sabiduría no ha logrado, aún, tocar las fibras hondas del hombre y que las pasiones y debilidades innatas del Homo sapiens viven placenteramente, desde hace miles de años, bajo Apolo y su vieja sinfonía.
Para la revista “Crucial” (extracto), 1948
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