La frase no es del todo precisa, pero va más o menos así: “Cada vez que la naturaleza se cansa de nosotros, nos manda un diluvio”. La escuché en una entrevista a un venerable chamán a propósito de las pruebas que estamos viviendo como humanidad. Me viene a la cabeza la imagen de un perro que se sacude las pulgas. No es elegante, pero tampoco del todo descabellada.
El coronavirus es una plaga que nos causa aflicción, pero si le rascamos un poquito (¡y dale con las pulgas!), la verdadera plaga somos nosotros, pues hemos desolado este planeta a contentillo, como los niños malcriados que somos. La Madre Tierra, tras habernos advertido en todos los tonos posibles que nos comportemos, se ha visto obligada a recurrir a un método patentado por las madres mexicanas: nos ha mandado un certero chanclazo que, por supuesto, ha dado en el blanco. Tan doloroso drama pudo haberse evitado. De hecho, el tsunami espiritual no ha llegado del todo a las costas.
Remontémonos al 2015. El Papa Francisco da a conocer su carta encíclica “El cuidado de la casa común”, en la que nos hace un llamado a iniciar un nuevo diálogo para reflexionar a conciencia sobre el tremendo daño que le estamos causando al planeta, así como a buscar soluciones efectivas en las que todos nos comprometamos. “Necesitamos una conversación -apunta- que nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas, nos interesan y nos impactan a todos”.
¿Qué hemos hecho mal? Todo o casi todo. A saber: la contaminación ambiental, provocada por el excesivo parque vehicular (sin ir más lejos, el de nuestra megalópolis queretana); los desechos industriales tóxicos, arrojados a la atmósfera y descargados en aguas fluviales; el uso indiscriminado de fertilizantes, insecticidas y fungicidas en agrocultivos, por mencionar algunos de nuestros crímenes ambientales.
Pongamos el caso del desperdicio del agua. Me decía un conocido que una señora de La Cañada gustaba de echar agua en su patio todos los días, según esto “para tenerlo limpio”. Mi interlocutor le hizo ver que le resultaba francamente ofensivo el desperdicio del vital líquido. Sin pensarlo dos veces, la mujer le respondió : “¡Pero si la estoy pagando!, ¿cuál es el problema?”.
La autocomplacencia de esa mujer, me parece, simboliza la de todos. Por ejemplo, tiramos basura en la calle, y si no lo hacemos, por desidia arrojamos al cesto de la basura vidrio, cartón y envases, que bien podríamos separar para reciclar. El Santo Padre nos recuerda en su encíclica la importancia de “limitar al máximo el uso de los recursos no renovables, moderar el consumo, maximizar la eficiencia del aprovechamiento, reutilizar y reciclar; abordar esta cuestión sería un modo de contrarrestar la cultura del descarte, que termina afectando al planeta entero”.
Cuando la naturaleza se cansa de nosotros, nos manda un diluvio, nos recuerda con sabiduría el hombre de las planicies siberianas. El azote del coronavirus es una calamidad desatada por nosotros. Representa un llamado a hacernos cargo del cuidado de nuestra casa común y a postrarnos ante la madre Gaia para pedirle perdón por nuestras ofensas. En nosotros está aprender, de una vez por todas, tan severa y contundente lección. No habrá muchas oportunidades más.
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