En junio pasado, el grupo parlamentario de diputados del Partido Acción Nacional (PAN) exhortó al Ejecutivo federal para que instruyera a los titulares de la Secretaría de Salud y de la Procuraduría Federal de Protección de Niñas, Niños y adolescentes, a fin de que fortalecieran las acciones que permitieran prevenir, disminuir y erradicar el número de suicidios en dicho grupo de menores de edad, vulnerable no solo por las estadísticas que de 2019 se conocían, sino también por las condiciones de emergencia sanitaria originadas por la pandemia del COVID-19. Como sabemos, un sinnúmero de menores de edad vive hacinado, en condiciones de violencia, sujeto de abuso u omisión de cuidados, y las autoridades encargadas de su vigilancia y protección no han podido dar respuesta atingente a las circunstancias que rodean estas problemáticas.
El Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) reportó que de los fallecimientos por causas violentas y accidentales (730 mil 757 personas), entre los años 2010 y 2018, 72 mil 442 tenían menos de 18 años de edad. En ese mismo periodo, 13 mil 262 niñas, niños y adolescentes fallecieron por homicidio y 6 mil 535 fallecieron por suicidio (tenían entre 10 y 17 años de edad). Esto implica que cada día, de las 16 personas que se quitan la vida, dos menores de 18 años se suicidan en nuestro país.
Casi el 30 por ciento de los adolescentes mexicanos se encuentra afectado por uno o más problemas de salud mental, como la ansiedad, el déficit de atención, la depresión, el uso de sustancias o conductas antisociales. Y problemáticas como el desamor, conflictos familiares, económicos y la falta de un proyecto de vida llevan a jóvenes entre 12 y 24 años de edad a intentar quitarse la vida, donde muy pocos lo logran, quedando la mayoría con un registro de experiencia de vida familiar difícil de borrar.
Del acuerdo parlamentario de junio pasado, poco se ha visto en las entidades federativas ni en el gobierno federal que implique aplicación de políticas públicas en esta materia y, hay que decirlo, la misma población no ha sido sensible a los efectos psicológicos que causa esta forma de morir. Es hasta el mes de julio cuando se propone que se adicione el artículo 76bis de la “Ley general de salud”, que propone implementar medidas en materia de salud mental en emergencias sanitarias de atención prioritaria, no solo por los efectos psicológicos que trae el confinamiento, el distanciamiento social y las nuevas medidas de prevención que han cambiado la forma de relaciones interpersonales, sino también porque a las personas que hayan presentado COVID-19 están susceptibles de presentar algún trastorno psicológico posterior a su etapa de atención hospitalaria.
Hoy en día, los registros de salud mental son inciertos dada la suspensión de servicios hospitalarios públicos y privados. Los programas emergentes registran incidencias de reacciones psicológicas más que trastornos mentales clínicamente diagnosticados de manera integral. Estados como Colima, Durango, Guanajuato, Jalisco, Nuevo León y Querétaro ofrecen programas de prevención del suicidio (COMPARTE, Programa “VIDA”, Línea telefónica del PACS, Red Interinstitucional, Programa PACAS, Primeros Auxilios Psicológicos) han logrado estabilizar o disminuir el porcentaje de suicidios en gran parte de los grupos de edades. En Querétaro se reporta un incremento de la incidencia suicida en menores de 30 años de edad, por lo que habría que preguntarse sobre los resultados de los programas que aquí se aplican, si es que en verdad existen.
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