Libre de las restricciones de la pandemia, me encuentro en Estados Unidos. Vine a visitar a mi hijo David, un diseñador industrial que reside en Pella, Iowa, una ciudad de 10 mil habitantes enclavada en el corazón del Midwest, como se da en llamar a la región centro norte del país. Yo tampoco soy ajeno a estos lares, pues en los años 80 viví en Iowa City, a 90 minutos de aquí (allí estudié mi maestría). Todo queda, pues, en familia, ya que Chris, mi esposa, nació en Grinnell, a tan solo 97 kilómetros de donde me encuentro.
El lunes fue Memorial Day, efeméride en la que se rinde homenaje a los caídos en guerra. Por dicho motivo, muchas casas han sido adornadas con la bandera de las barras y estrellas. El presidente Biden encabezó una ceremonia en el cementerio de Arlington. “Esta nación –dijo– se construyó sobre una idea, la idea de libertad y oportunidad para todos. Nunca hemos realizado esa aspiración de nuestros fundadores, pero cada generación ha abierto la puerta un poco más”.
Y vaya que se han quedado cortos, pues las oportunidades distan de ser parejas. Acá se excluye a la gente según el color de la piel (y también en México, por más que nos curemos en salud diciendo que los racistas son ellos). En lo que acá respecta, hace unos días esperaba mi vuelo de conexión en Houston. A la sala de espera llegó una familia conformada por papá, mamá y sus dos pequeñas hijas. Eran indios (de la India o de un lugar parecido). Se sentaron junto a un cincuentón, posiblemente tejano. El caucásico los barrió de pies a cabeza y, contrariado, se cambió de lugar.
No pretendo, desde luego, generalizar, pues –la verdad sea dicha– no ha habido una sola persona en Pella que me haya hecho mala cara. Por el contrario, he hecho buenas migas con ellos. Por ejemplo, hoy me puse a platicar animadamente con la dueña de una tienda de antigüedades, la empleada de un museo y el dueño de una librería.
El grueso de los lugareños es descendientes de holandeses, pues en 1847 un grupo de inmigrantes de esa nación europea decidió establecerse en este lugar, donde confluyen los ríos Skunk y Des Moines. Al frente de ellos venía el reverendo Henrik Pieter Scholte, un firme creyente en la separación de la iglesia y el Estado. Sus ideas resultaron demasiado avanzadas para la época y hubo de dejar el terruño con una cauda de seguidores. La casa en la que él y su esposa habitaron ha sido convertida en museo y tengo planes de ir a conocerla mañana.
La herencia neerlandesa es evidente en el nombre de los establecimientos comerciales. La panadería Jaarsma, por ejemplo, está a cargo de una quinta generación de confiteros. Y qué decir de la casa de decoración Bruxvoort’s, el vivero De Bloemen Hof, el servicio de autolavado Autowasplaats, el parque Brinkhoof, la compañía de seguros Van Gorpedwards, la vinatería Wijn House, el hotel Amsterdam y la tienda de muñecas Hartgers.
Estoy, de hecho, confirmando lo afables que son los holandeses, ya que en los años 90 tuve oportunidad de impartir un curso de comunicación invitado por el Maastricht Center for Transatlantic Studies, en el extremo austral del país de los tulipanes y molinos. Para ellos mi agradecimiento… “Dank je vi, Nederlandse!”.
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