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Una caricia que alivie, por favor…

Usted que me hace el favor de leer estas líneas, sea honesto y dígame:

¿Cuántas veces a lo largo de estos dos años de pandemia ha estado seguro de que ya se contagió de Covid-19, aunque no haya salido de su casa y ni dejado de usar el cubrebocas?

¿Y cuántas veces ha corrido a hacerse la prueba aunque no hubiera tenido contacto con ningún contagiado ni presentara síntomas, salvo la idea que taladra su mente de que con seguridad ya estaba enfermo?

¿Cuántas veces, a escondidas de sus familiares y para evitar la burla de que es usted una o un hipocondríaco, ha usado el oxímetro que guarda celosamente en el cajón de su buró?

¿Y en cuántas ocasiones ha respirado hondo… muy hondo, antes de poner el dedo en este aparatejo, para ver si así evita que aparezca un número menor a 90?

¿Cuántas veces ha tratado de camuflajear un ardor en la garganta, con gárgaras de enjuague bucal o bicarbonato?

¿Cuántos tes de diente de león y manzanilla ha bebido?

¿Cuántas veces ha recurrido a la miel y al propóleo?

¿Cuántas noches, previo a acostarse ─y mucho antes (jejeje) de que el mismísimo secretario de Salud Jorge Alcocer lo recomendara─ se ha embadurnado pecho, orejas, cuello, ombligo y pies con VapoRub?

¿Con el pretexto del Mes del Testamento, acudió a una notaría para dejar muy clara su última voluntad… por si acaso?

¿Cuántos tapabocas usa al salir de casa?

Y justo cuando pensábamos que, por estar vacunados, por fin el sol saldría y dejaríamos de recurrir obsesivamente a todo tipo de remedios, aparece Ómicron con su hipócrita disfraz de “resfriado común”; disparando las cifras de contagios cual pelotas en manos de un payaso, y nos obliga a comprar más pomos de ungüento y tes, a sacar de nuevo el oxímetro, a cambiar los tapabocas de tela y comprar un montón de KN95, a rezar todo un rosario cuando el de al lado ─o nosotros mismos─ estornuda…

Sí, de nuevo nos invaden la paranoia, la depresión, la angustia y la ansiedad a las que hemos estado sometidos desde que esta pesadilla comenzó.

¿Cuáles serán las consecuencias que todo esto dejará en nuestra salud mental, sobre todo cuando ─de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS)─ el porcentaje de los presupuestos públicos destinados a la salud mental apenas ha variado en los últimos años y es de escasamente el 2%?

¿Qué esperar cuando estudios internacionales nos han advertido que una de cada cinco personas contagiada de la enfermedad ha sido diagnosticada de ansiedad, depresión o insomnio (del 31 a 38% de los pacientes muestra síntomas de depresión, del 22 a 42% de ansiedad y el 20% signos obsesivo-compulsivos, como lavarse repetidas veces las manos); que los pensamientos suicidas han incrementado entre un 8 y un 10%; que el 71% de los trabajadores de la salud tiene

temor a tratar a pacientes con coronavirus; que en el 17.8% de la población en general hay una probable depresión y en el 16.7 por ciento, angustia ?

La Unicef nos ha apercibido de que “COVID-19 ha puesto en riesgo el bienestar de toda una generación. Incluso antes de la pandemia, demasiados niños, niñas y adolescentes llevaban la carga de las enfermedades mentales sin apoyo”; y que en América Latina y el Caribe, alrededor del 15% de los niños, niñas y adolescentes de entre 10 a 19 años (es decir 16 millones) vive con un trastorno mental diagnosticado.

¿Cómo enfrentar nuestra insignificancia y vulnerabildad ante este microsópico organismo? Claro, eso corresponde a la ciencia y de ahí que ─al dos de enero pasado, en forma poco equitativa, tristemente─ el 58.9 por ciento de la población mundial haya recibido al menos una dosis y el 49.8 por ciento estuviera completamente vacunada.

Sin embargo, requerimos desesperadamente de todo aquello que nos aliente… por ello, gracias señor secretario de Salud Jorge Alcocer por recordarnos que existen el VapoRub y los tes, aunque le hagan lo que el viento a Juárez al Covid y dejen al descubierto el nivel de sus políticas públicas en materia de salud; ya conocíamos todo estos remedios y su efecto de “caricia que alivia”… por eso empezamos a usarlos desde que inició la pandemia.

Malena Hernández

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