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noviembre 26, 2024

El manual de torturas de los inquisidores

Llegó a mis manos un manual de operaciones de la Santa Inquisición originalmente escrito en el siglo 14 por Nicolao Eymerico, a la sazón inquisidor general de Aragón, España. Maxtor, una librería ibérica especializada en la reimpresión de libros antiguos, puso en circulación esta joya de valor histórico, basada en una reedición de 1821.

Tan valioso documento nos permite enterarnos, de primera mano, del ‘modus operandi’ de los inquisidores. Como se describe en el propio manuscrito, este “contiene en compendio los principales dogmas de la fé (sic), y una instrucción… para los tribunales de la santa inquisición acerca de los medios en que se han de valer para el escarmiento y estirpación (sic) de los hereges (sic)”.

La Santa Inquisición, una institución de la iglesia católica que llevaba como propósito castigar la herejía con la pena de muerte, surgió en 1184. Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los dominicos, fue el primer inquisidor y el manual del padre Eymerico es considerado una de las primeras obras en su género.

Tras leerlo, me queda claro que la noción de derechos humanos hubiese resultado incomprensible para los discípulos de Torquemada. Una de las prácticas principales para acusar a alguien de hereje era encontrarse a otro que lo delatara como tal, sin necesidad de presentar prueba alguna: “Si declarasen los testigos que un acusado tiene fama y nota de herege (sic), y fueren preguntados en que consiste esta fama y nota… no es menester que la particularicen con exáctitud (sic), y basta con que declaren que así lo dice la gente”.

Si, una vez iniciado el juicio, los hijos, parientes o criados del acusado manifestaban su deseo de declarar en favor de este, su petición era denegada, a menos que declarasen en su contra. Y, si el acusado pedía conocer los nombres de sus delatores, no se le revelaban, por lo que estos podían operar en el anonimato total.

Si el interrogador ofrecía perdonar al reo a cambio de su confesión, el manual liberaba al clérigo de toda responsabilidad: “el inquisidor que prometió impunidad al reo no está obligado a cumplir con su palabra”. Y si el acusado se declaraba culpable, la confesión bajo tortura bastaba por sí sola para condenarlo.

En el capítulo cinco se justifica el uso de la tortura: “Se da tormento al reo para apremiarle á (sic) la confesión de sus delitos”. Se indica también que existen 14 diferentes tipos de tortura, especificando que “pueden los jueces echar mano de los que les parezcan mas (sic) del caso”.

Si el acusado se declaraba arrepentido de sus supuestas faltas, se le conmutaba la pena de muerte por la de prisión perpetua, que habría de cumplirse “a pan y agua” y en confinamiento solitario. Se le confiscaban los bienes, que pasaban a manos del fisco o de los mismos inquisidores.

Se le condenaba a vestir de por vida un sambenito, una prenda para los condenados que era considerada un símbolo de infamia, y a sus hijos se les impedía “la posesión y adquisición de todo genero (sic) de oficio y beneficio; cosa justisima (sic), porque conservan la macula (sic) de la infamia de sus padres”.

Irónicamente, los delitos cometidos por los curas pederastas del presente parecerían ‘peccata minuta’ comparados con las abominaciones de los inquisidores medievales, quienes se ufanaban de torturar y asesinar en el nombre de Dios.

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