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septiembre 20, 2024

Gobernar las emociones (parte 2)

Los pensamientos dentro de tu cabeza llegan, uno tras otro, cual ráfaga de ametralladora: “¡No pagaste el gas, capaz que ya nos lo cortaron!”… “Acuérdate del regalito para la fiesta de la sobrinita Carmen el sábado”… “Qué bueno que pudimos salir a la playa ahora en Semana Santa, pero qué mal por mi traje de baño tan ridículo”… “¿Y este que acaba de voltear a verme qué insinúa?” … “¡Puff, ya se dejó venir el calor!” … “¡Padrísimo!… ya nos falta poco para acabar de pagar la hipoteca” … “¡Si por lo menos mis padres me hubieran puesto más atención en mis tormentosos años de secundaria!”…

De acuerdo con Susan David, profesora de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, en nuestras conversaciones internas empleamos, al día, alrededor de 16 mil palabras, trátese de los variados wasaps del celular, los regaños del jefe, los pendientes de casa, los cambiantes planes del fin de semana y tantas cosas más, unas buenas, otras malas y otras que ni vienen al caso, pero que igual desvían nuestra atención.

Y el problema es precisamente ese: dado que respondemos de manera automática a dichos estímulos, estos nos atrapan, aunque sea de manera fugaz. De ahí que nos la pasemos dando de tumbos a lo largo y ancho de la escala emocional, desde el enojo por no conseguir lo que queremos al miedo de perder lo que poseemos, pasando por la alegría de las pequeñas y agradables sorpresas.

En su libro “Agilidad emocional”, David identifica cuatro clases de “ganchos” con los que nos dejamos atrapar por la pertinaz lluvia de pequeños pendientes y preocupaciones. El primer gancho es culparnos a nosotros mismos: “Pensé que si decía algo iba a sonar a una estupidez, así que me quedé callada…” o “Supuse que ella me mandaría un mensajito para pedir que nos viéramos de nuevo, pero nunca lo hizo y ahora parecerá forzado si le mando yo uno…”

David bautiza al segundo tipo de gancho como “la mente de mono”, como le llaman los budistas a los pensamientos que brincan de manera desordenada en nuestro cerebro. Si estos nos roban la atención, empezaremos a imaginar todo tipo de escenarios alarmistas: “Esta mañana Paco me dio a entender, supuestamente en broma, que debido a mis celos sus amistades ya casi ni lo reconocen, pero cuando llegue a casa le voy a hacer ver que la mula no era arisca y que tengo mis motivos, por lo que me va a odiar, pero bien que se lo buscó…”.

El tercer tipo de gancho son las anquilosadas ideas del pasado, aquellas a las que nos aferramos en la niñez o en la adolescencia y, aunque no tenga sentido hacerlo ahora, lo seguimos haciendo. Si, por ejemplo, de niños aprendimos a ocultar las emociones para evitar que otros se burlaran de nosotros, si alguien nos hace un favor nos costará sonreír en agradecimiento, funcionando así de manera insensible y torpe.

El cuarto gancho es poseer un sentido de justicia mal entendido. Digamos que si alguien me pide disculpas por haber dicho algo que me lastimó, después de darle las gracias agrego socarronamente: “Pero asegúrate de que no vuelva a suceder”, siendo que esta última frase era completamente innecesaria. Abstengámonos, pues, de hacer cosas así, sugiere David, para demostrar que somos capaces de gobernar las emociones.

(CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.)

Referencia bibliográfica: David, S. (2018). “Agilidad emocional”. Málaga: Sirio.

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