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septiembre 20, 2024

Espadas y palabras

Hurgando en mi hemeroteca personal, me encontré con un artículo que escribí en marzo de 2009 y que guardo entre mis más preciados escritos. Aducía entonces, que, en contra de lo que podríamos suponer, espada y palabra, vocablos por demás disímbolos, tienen muchas cosas en común, tal vez demasiadas. Retomo, a partir de aquí, mi escrito original, al que me atrevo a resignificar como un delgado hilo de luz que nos ayude a rasgar la angustiosa incertidumbre de la opacidad pospandémica por la que transitamos.

“La espada es acción, la palabra también. La espada es un arma poderosa, la palabra también. La espada articula con claridad atroz la sintaxis de la sangre; la palabra, cuando incita a la humillación y la venganza, hace sangrar con facilidad las capas superficiales y profundas del alma.

“A pesar de sus similitudes, las acciones de la palabra trascienden la diversidad y el rango de acciones de la espada. La palabra es bálsamo sanador, pues bien utilizada ayuda a reparar las dañadas fibras de la tolerancia o la autoestima. En cambio, la espada vulnera, detiene el paso seguro del combatiente más confiado.

“La palabra, en su vulnerabilidad, nos estimula a tomarla en nuestras manos y acariciarla en su fragilidad honesta. A la palabra, cual ave joven, hay que cobijarla en el nido. Mimarla, alimentarla en el pico, desparasitarla, bañarla a lengüetazos, cantarle al oído, cubrirla. No podemos arriesgarnos a que sus doradas plumas languidezcan antes de probar por vez primera el vuelo. Y es que la palabra debe volar, volar, volar, desafiar al viento, dejarse caer, juguetona, al vacío, para luego batir sus bulliciosas alas hacia el picacho más alto de la montaña más alta y así tocar, con suavidad, las puertas áureas del cielo.

“Pero tengamos cuidado. Loar las virtudes de la palabra no supone minimizar las nobles cualidades de la espada. Sin su concurso fiel, el guerrero más arrojado sería procaz aventurero. ¿O es que acaso podríamos concebir sin su Excalibur al regio Arturo?

“El fragor violento de la batalla ha de ser evitado, en lo posible, en pro del suave murmullo de la paz y la armonía, cierto. Pero un hidalgo bravío no teme entrar a combate cuando el adversario amenaza con despojarlo de sus posesiones más preciadas: su dignidad, valores, creencias, sentimientos, ideales y hasta su vida misma. Porque como herreros de lo posible, forjamos en el yunque de la vida cotidiana el temple de nuestro fiel estoque.

“Usada como arma, la espada es implacable. Habilitada como arma, la palabra lo es aún más. Porque no se ha descubierto aún el antídoto que neutralice el veneno de una frase de desprecio pronunciada en un malhadado momento de cólera o del comentario mordaz añejado en las cubas de la envidia. ¿Qué hiere más, el frío acero o el mordaz sarcasmo? ¿Qué rasga más, el filo reluciente de la hoja metálica o el casi inaudible insulto proferido entre dientes?

“No desperdiciemos en verborrea la singularidad del artículo, la sobriedad del sustantivo o el poder seductor del calificativo. Con nuestros pacientes dedos demos forma al delicado origami de la palabra ritual y de la palabra mito. Musitemos oraciones de paz. Imaginemos fantasiosas leyendas de esperanza.

“Si la palabra divina dio forma al Paraíso, la palabra inscrita en la costilla de Eva nos arrojó del espacio sagrado. La palabra es, pues, puerta de entrada y de salida. Es maldición y es encantamiento. Laurel y cicuta. Inicio y fin del laberinto”.

El onceavo mandamiento: quiérete a ti mismo (parte cuatro)

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