Si eres de las personas que suelen pensar “¡Odio tener que tomar decisiones!”, bienvenida al club: la mayoría solemos sacarle la vuelta a esta ingente necesidad de la vida, por la sencilla razón de que si tomamos la decisión equivocada, tendremos que pagar un determinado precio, quizás demasiado alto.
Tomar una decisión importante puede, por lo tanto, convertirse en un verdadero martirio. Para consuelo nuestro, es un hecho que una vez que hayamos decidido podremos recuperar la tranquilidad. Haciendo uso de su particular ingenio, la escritora Rita Mae Brown lo expresó de la siguiente manera: “Un estado de paz me invade cuando tomo una decisión, aún si esta resultó ser la equivocada”. Su lógica estriba en que, aunque no haya tomado la mejor determinación, por lo menos fue capaz de ponerle fin a la ansiedad de la espera.
Tras revisar la bibliografía sobre el tema, identifico dos principales maneras de tomar decisiones: la analítica y la intuitiva. En la primera sopesamos los pros y los contras de cada alternativa y optamos por aquella que rinda los mayores beneficios. En la segunda, ponemos atención a cualquier sensación que nos impulse en una dirección determinada. O, para decirlo en términos coloquiales, es cuando nos dejamos llevar por una corazonada.
La razón por la que es tan difícil llegar a una decisión importante es porque ninguno de los dos métodos garantiza resultados. En la modalidad analítica, corremos el riesgo de sobrecargarnos de información y sentirnos abrumados por el exceso de datos, lo cual nos lleva a perder la claridad de juicio. En su libro “Super thinking: the big book of mental models”, Gabriel Weinberg llama “overfitting” (en español, “sobreajuste”) a esta falla de razonamiento, que se da cuando recurrimos a una explicación complicada, siendo que la más sencilla resultaba más que suficiente. Este principio me hace recordar a un compañero del programa de doctorado, quien sabiamente me instó a no adornar demasiado las cosas. “Keep it simple, Raúl, don’t embellish it!”, decía.
Con respecto al método intuitivo, su desventaja a la hora de tomar decisiones es exactamente la opuesta, pues la impulsividad puede llevarnos al “subajuste” o “underfitting”, que consiste en simplificar demasiado la situación, pasando así por alto sus variados matices, en uno de los cuales reside la respuesta correcta.
En pocas palabras, si le ponemos demasiada atención a cada uno de los pros y contras, difícilmente nos sentiremos preparados para llegar a una postura específica (¡por eso nunca deberíamos poner en manos de un comité la toma de decisiones importantes!), y si nos apresuramos a elegir la primera alternativa que se nos cruce en el camino, seguramente nos arrepentiremos al descubrir que había otras mejores, no tan fáciles de distinguir a primera vista.
Ruth Chang, catedrática de la Universidad de Oxford, opta por una tercera vía cuando se trata de tomar decisiones significativas: no hay alternativas buenas ni malas, ni mejores o peores, pues cada una nos presenta oportunidades diferentes. Lo importante, señala, es que estés dispuesto a comprometerte con la que decidas. En la próxima entrega abordaré con más detalle esta línea de razonamiento.