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septiembre 20, 2024

¡Necesitamos más Gorbachovs! (parte 1)

Mijaíl Gorbachov, quien se nos fue ayer, nunca fue un político de esos que nacen en camada. Para empezar, su característica mancha en la frente, en forma de un Rorschach indescifrable, lo separaba ya del montón. Por otro lado, te pregunto: ¿cuántos políticos conoces que escriban libros inteligentes en donde citen, por ejemplo, a filósofos encumbrados con conocimiento de causa? Él fue uno de los pocos. En “Memorias de los años decisivos: 1985-1992”, habla del estado espiritual que debería caracterizar a las sociedades y nos obsequia con la siguiente frase de Hegel: “El déspota no puede ser libre cuando todos los demás son esclavos”.

Y vaya que ser déspota hubiese sido lo más fácil para él cuando se convirtió en el primer y único presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Después de todo, formaba parte del linaje histórico de tiranos tan abominables como Joseph Stalin o Iván el Terrible, el primero de los zares. Sobre este último, el historiador Kiril Samoilov afirmó: “No conozco ninguna región rusa donde (él) tenga una imagen positiva”.

Tuvo la gran virtud de ser un hombre idealista y pragmático a la vez, como Gandhi, a pesar de que ambos fueron sumamente diferentes. De su vena idealista extraigo la siguiente frase: “Quisiera ver una sociedad que garantice la soberanía del pueblo, la plenitud de los derechos humanos, que incluya las mejores conquistas democráticas de la humanidad” (op. cit., p. 15). Y en lo referente a su lado pragmático, citaré dos de sus aportaciones supremas: perestroika y glásnost. La primera describe su recalibración del Estado soviético para incorporarlo a una surgiente globalización aparejada a la economía de mercado. La segunda, una estrategia puesta en marcha a la par de la primera, sacudió las estructuras burocráticas que asfixiaban la movilidad de la sociedad civil, colapsada por el poder del Kremlin.

Gorbachov también nos hizo un enorme favor cuando tuvo la valentía de darle el tiro de gracia a una Guerra fría que en sus estertores pudo atestiguar la caída del muro de Berlín, oprobioso símbolo de una polaridad ideológica que hubo de dar paso a la apertura de fronteras. Para ello habría que darle crédito también a George Bush padre, quien en 1989 se reunió con el jerarca soviético en la llamada Cumbre de Malta para finiquitar el asunto.

Ambos mandatarios habrían de pagar relativamente pronto el precio de haber roto los rígidos esquemas de la geopolítica. Gorbachov hubo de enfrentar un intento de golpe de estado en 1991, por parte de la línea dura del Kremlin, y se vio forzado a abandonar el poder al poco tiempo. En cuanto a Bush, el mandatario estadounidense se postuló para un segundo mandato en 1992, pero fue ampliamente derrotado en las urnas por un Clinton imberbe, que luego llevaría a la Casa Blanca al escándalo con su desordenada vida personal.

Sin embargo, la comunidad internacional había tenido ya la oportunidad de reconocer la incansable labor de Gorbachov en pro del alto al armamentismo nuclear cuando le fue concedido el premio Nobel de la Paz en 1990. Para aquellos de mi generación, el líder ruso fue un punto de referencia obligatorio en nuestro esquema de vida por una sencilla razón: en nuestra infancia y adolescencia habíamos vivido a la sombra de una posible guerra nuclear debido al absurdo oscurantismo de la Guerra fría.

(CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA)

Queretanos ñähñu y otras víctimas de la intolerancia (parte 2)

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