De acuerdo con investigaciones recientes, la respuesta a la pregunta de si Internet nos ha vuelto más intolerantes es un categórico “sí”. Es el caso del libro “Hate speech and polarization in participatory society” (“Discursos de odio y polarización en la sociedad participativa”, 2022), en el que Marta Pérez Escolar y José Manuel Noguera, docentes de la Universidad Católica de Murcia, afirman sin ambages: “La desvergüenza imperante en la sociedad contemporánea no solo se manifiesta en una exhibición obscena de odio, sino en la desesperación de muchos por atraer a los aborrecedores a sus redes sociales”.
En términos similares se expresan Juan Antonio Marín y João Figueira, de la Universidad de Coimbra, al puntualizar: “Las conversaciones en las redes sociales parecen estar caracterizadas por el fortalecimiento de los mensajes hostiles contra los adversarios ideológicos y el incremento en las posiciones polarizadas”.
La violencia en línea se manifiesta a través de todo tipo de variantes, que van desde el racismo hasta el ciberacoso. Dedicaré esta serie a abordar la manera en que algunos de estos fenómenos suceden.
DEL ‘BULLYING’ AL CIBERACOSO. Como sabemos, el acoso escolar o ‘bullying’ puede llegar a niveles de violencia extremos cuando no se le pone un alto. Es el caso del niño ñähñu Juan Pablo ‘N’, de una comunidad aledaña a esta capital, quien durante meses fue acosado por sus compañeros de clase sin que nadie hiciera nada al respecto. Envalentonados por su impunidad, sus victimarios decidieron prenderle fuego, causándole quemaduras de segundo y tercer grado. (Abordé este caso en “Queretanos ñähñu y otras víctimas de la intolerancia”, en las ediciones del 18 y 25 de agosto de esta columna).
La Unicef, que define el ‘bullying’ como “la conducta de persecución física o psicológica que realiza un estudiante contra otro de forma negativa, continua e intencionada”, advierte también sobre el fenómeno del ‘ciberbullying”, o ciberacoso, en el que el hostigamiento se produce por medio de Internet. Puesto que el perpetrador se escuda en el anonimato, las consecuencias son sumamente difíciles de evaluar.
A manera de ejemplo, remontémonos al 2006, cuando Megan Meier, una niña de 13 años, entabló amistad con un chico que se hacía llamar “Josh”, a través de la plataforma MySpace. La amistad terminó de manera abrupta cuando Josh tachó a Megan de “mentirosa y promiscua”. En su último mensaje escribió textualmente: “Eres una mala persona y todos te odian. Que tengas una vida de mierda. El mundo sería un mejor lugar sin ti” (mi traducción). Como resultado de la grave ofensa, Megan se quitó la vida al día siguiente.
El ejemplo anterior fue documentado por Paul Benjamin Lowry, profesor de la escuela de negocios de Virginia Tech, en un estudio sobre la naturaleza del ciberacoso en las redes sociales. Lo más sorprendente del caso es que “Josh” resultó ser en realidad Lori Drew, una mujer adulta, casada y con hijos, quien sentía animadversión por Megan solo porque esta había tenido diferencias con su hija Sarah.
El hecho criminal fue tipificado como ciberacoso, ya que Megan fue avergonzada, molestada y humillada por medio de una red social. Sin embargo, Lori fue absuelta de todos los cargos porque no resultaba claro si la responsabilidad fincaba en la plataforma social o en su persona. Para honrar la memoria de su hija, Tina Meier estableció la Fundación Megan Meier, dedicada a prevenir el ciberacoso.
(Continuará la próxima semana)
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