Emprender es materializar una idea o un deseo en cualquier ámbito de la vida. De ahí que el emprendimiento suponga echar a andar un proyecto ambicioso. Debe dársele, sin embargo, un riguroso seguimiento, sin el cual un emprendedor difícilmente podría capitalizar su esfuerzo inicial.
José Antonio Marina, un educador español, ha identificado un tipo de inteligencia que bien valdría la pena desarrollar entre los emprendedores: la inteligencia ejecutiva, que permite encauzar el pensamiento hacia la realización y que abarca un conjunto de operaciones mentales orientadas a seleccionar objetivos, elaborar proyectos y planear las acciones consecuentes para convertirlos en realidad.
De acuerdo con Antonio Verdejo-García, de la Universidad de Granada, las funciones ejecutivas son el conjunto de habilidades orientadas a la generación, supervisión, regulación, ejecución y reajuste de conductas para alcanzar objetivos complejos, especialmente aquellos que persiguen un objetivo novedoso. Estas funciones vinculan la capacidad creadora, propia del emprendedor, con su talento para organizar y planear las actividades que aseguren el cumplimiento de sus metas. Por ejemplo, diseñar una campaña novedosa, a través de las redes sociales, y encontrar el tono afectivo adecuado para convencer a los potenciales clientes de las bondades del servicio o producto ofrecido.
Las compañías que se preocupan por desarrollar nuevas competencias en sus directivos y empleados pueden enorgullecerse de elevar mediante esta práctica la inteligencia ejecutiva de estos, pues los ayudan así a “elegir metas valiosas, aprovechar los conocimientos adecuados, movilizar las emociones creadoras y utilizar los recursos sociales de manera eficaz para alcanzarlas” (Marina, “Libro blanco: cómo construir una cultura del emprendimiento”, p. 16).
El espíritu emprendedor, a decir de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), incluye dos competencias clave. La primera consiste en la capacidad de actuar en el contexto social, ya que es necesario estar al tanto de las expectativas y hábitos de los actores sociales. De esta manera, las acciones emprendidas serán sensibles a las normas y objetivos de la comunidad, que resultará beneficiada de las mismas.
La segunda competencia consiste en saber ejecutar proyectos personales. De acuerdo con Marina, se manifiesta en las acciones siguientes: “Definir un proyecto y fijar una meta, identificar y evaluar los recursos de los que se dispone y los que se necesita (tiempo y dinero), establecer prioridades y seleccionar objetivos, equilibrar los recursos que se necesitan para lograr metas múltiples, aprender de acciones pasadas y proyectar las futuras” (Ibid., p. 36).
De acuerdo con la Unión Europea, las habilidades requeridas para ejercer el espíritu emprendedor son: a) planificar, organizar, analizar, comunicar, hacer, informar, evaluar y registrar; b) destrezas para el desarrollo e implementación de proyectos; c) flexibilidad para trabajar y cooperar con otros; d) ser capaz de identificar las fortalezas y debilidades personales; e) actuar con decisión; f) responder positivamente a los cambios; y g) calcular y asumir riesgos.
Para llevar a la práctica los comportamientos antes descritos, se requiere mostrar iniciativa, una actitud positiva ante el cambio y la innovación, así como la disposición para identificar aquellos ámbitos en los que se puede exhibir la capacidad emprendedora.
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