Rutina y aventura son vocablos opuestos entre sí. El primero se refiere a la manera habitual de hacer las cosas y el segundo alude a lo contrario, ya que supone romper la costumbre del hábito para atreverse a hacer las cosas de manera diferente.
Los citadinos somos, por definición, seres rutinarios. Si no, pregúntenle al “godín”, el típico oficinista que, de lunes a viernes, se dedica a hacer la misma repetitiva tarea hasta el cansancio: “Me levanto, salgo de casa, tomo el camión, llego a la oficina, archivo documentos, voy al ‘lunch’, abro mi ‘toper’, como, cierro mi ‘toper’, regreso a seguir archivando, salgo, tomo el camión, regreso a casa, me acuesto”. Cuando se retira, como premio recibe un reloj de oro por haber repetido exactamente la misma rutina durante 40 años.
No es, pues, de extrañar que, en uno de sus grandes éxitos, Chac Mool, el legendario grupo ochentero, lanzase una dura crítica a la monotonía rutinaria: “No soy nadie en especial, un hombre en la oficina… diario despierto con la esperanza de que algo hermoso vendrá”. No pretendo, desde luego, restarle mérito alguno al digno esfuerzo cotidiano de nuestros y nuestras oficinistas. Al igual que Chac Mool, el dedo acusador va dirigido, más bien, a un sistema social que nos convierte en poco menos que zombis urbanos.
Históricamente hablando, el arriero había corrido la misma suerte en el espacio rural. Atahualpa Yupanqui cantaba así en los años 60: “Es demasiado aburrido seguir y seguir la huella, demasiado largo el camino sin nada que me entretenga”. Lo único que alegraba la vida al arriero de la canción era que este no engrasaba los ejes de su carreta con tal de escuchar su cantinela ruidosa, no importándole que otros se burlaran de él: “Porque no engraso los ejes me llaman abandona’o; si a mí me gusta que suenen, ¿pa’ que los quiero engrasa’os?”.
Lo anterior viene a cuento porque acaba de caer en mis manos un delicioso poema de la escritora brasileña Martha Medeiros, intitulado “Muere lentamente”, erróneamente atribuido a Pablo Neruda, y que inicia así: “Muere lentamente quien se transforma / en esclavo del hábito, repitiendo todos los días / los mismos trayectos, quien no cambia de marca, / no arriesga vestir un color nuevo / y no le habla a quien no conoce”.
Si seguimos a Medeiros desde una óptica mexicana, ¿cómo hacer para que nuestro querido godín evite el suplicio de caer en lo que ella poéticamente llama “la muerte en suaves cuotas”? Puesto que no resulta nada fácil escaparse de la rutina de lo cotidiano, mejor haríamos en resignificarla preguntándonos: ¿de qué manera puedo enriquecerla incorporando un discreto elemento de aventura en esta? Querámoslo o no, el arriero de Yupanqui nos da la solución cuando se rehúsa a engrasar los ejes de su carreta para recuperar la emoción de vivir.
Así pues, ¿por qué no hacer de la rutina una cotidiana aventura? El filósofo español José Miguel Valle, quien se dedica al estudio de la interacción humana, abona en este sentido al argüir que lo cotidiano es el lugar donde sucede la vida. Curiosamente, su fuente de inspiración es también una canción ochentera, en este caso de John Lennon, uno de cuyos versos reza así: “La vida es aquello que sucede mientras tú te ocupas en otros planes”. De ahí la importancia de no desacreditar lo ordinario. O, como yo me permito aquí sugerir, atrevámonos a vivir la aventura de lo ordinario.