La espiritualidad y la experiencia mística (parte 1)

La paz y el sosiego que deja en nosotros la Semana Santa a aquellos que nos recluimos en los días de guardar significan una oportunidad de oro para la reflexión y el discernimiento. Los humanos modernos podemos preciarnos no solo de un avanzado desarrollo cerebral, sino de una conexión espiritual profunda, que nos lleva a preguntarnos por qué estamos aquí y cuál es nuestro propósito de vida.

Como sabemos, existen dos vías principales para mostrar apertura hacia la posibilidad de un poder superior. La primera es la espiritualidad como tal, entendida como la cruzada individual en búsqueda de un sentido de vida. La segunda es la religión, entendida como el acopio de creencias religiosas compartidas por una comunidad y organizadas y difundidas a través de una institución social constituida para tal fin: en el caso del cristianismo, la institución eclesiástica, que posibilita la gestión colectiva de las enseñanzas de Jesús.

Ambos caminos son paralelos al de la experiencia mística, que apunta a la unión con lo divino. Ejercer la espiritualidad posibilita la aparición de un momento místico espontáneo, que se da sin la intermediación del dogma. Puede darse a través de un sueño pródigo en imágenes arquetípicas, en el ámbito de lo que Carl Jung llamó el inconsciente colectivo.

“En los sueños, en las fantasías y los estados mentales excepcionales -apunta este psicólogo en un ensayo de 1929- pueden surgir los motivos y símbolos mitológicos más alejados”. Por ejemplo, una de sus pacientes soñaba con frecuencia que descendía por un valle que la llevaba a las orillas de un lago en calma. Para Jung, las superficies acuáticas son un atisbo a nuestro ser interior.

Por otro lado, la experiencia mística asociada a las prácticas religiosas se da a través del éxtasis propio de quienes han alcanzado el estado de santidad. Santa Teresa, la mística por excelencia del catolicismo, refiere haber visto un ángel que empuñaba un dardo de oro, del que emanaba fuego, el cual le penetró sus entrañas, dejándola “toda abrasada en amor grande de Dios”.

La hermana Raquel, una monja carmelita que ha escrito una docena de libros con el seudónimo de Ruth Burrows, define el misticismo como el acto de “ser tocado por Dios de una manera que va más allá de las palabras, la imaginación y el sentimiento”. Por otro lado, John White lo describe como “una percepción autotransformadora de la unión total de uno con el infinito, que nos lleva a una unidad ilimitada con la creación”.

Lo cierto es que cualquier persona es capaz de experimentar una experiencia mística. El padre Ron Holheiser, miembro de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, comparte esta idea y aduce que estas vivencias excepcionales se originan en “cualquier cosa que te ayude a ponerte en contacto con quien eres realmente y te haga querer ser una mejor persona”. Podría originarse en algo que leíste recientemente, la presencia de un bebé recién nacido, una puesta de sol o el rostro de alguien en sufrimiento, entre miles de posibilidades.

Así pues, no es necesario caer en un estado profundo de trance para vivir una experiencia mística, ya que esta puede arribar en cualquier momento en que sintamos que somos uno con el todo. De hecho, me atrevo a especular, lector/lectora, que sabes bien a lo que me refiero, puesto que has tenido momentos así. Te agradecería obsequiarme con alguno en raulqro@gmail.com para enriquecer esta serie con ejemplos de la vida cotidiana.

(Continuará la próxima semana)