La palabra “religión” proviene del latín ‘religare’, que significa “reunir” o “atar”, es decir, unir con la Divinidad. Las religiones surgieron como una respuesta a nuestra necesidad de conectarnos con las esferas superiores. Dicha búsqueda no es privativa de la religión, sino de la espiritualidad misma, la cual nos lleva a otorgar un significado último a la experiencia humana.
Uno de los senderos espirituales más profundos es el de la experiencia mística. En el libro “Compasión silenciosa: encontrar a Dios en la contemplación”, el sacerdote franciscano Richard Rohr, escribe al respecto: “Hablar de misticismo es hablar de un conocimiento experiencial de Dios en vez de un conocimiento de Dios meramente mental o cognitivo. Cuando experimentamos realmente lo divino, pasamos naturalmente a un nivel de conciencia más elevado o profundo” (pág. 55).
La conexión espiritual no está reñida con la ciencia. Tal vez te sorprenda saber que Albert Einstein acuñó la siguiente frase: “El misticismo es la base de la verdadera ciencia… el que no es capaz de sentirse embelesado bien podría darse por muerto” (tomada de su libro “Mis ideas y opiniones”, 1954).
La experiencia mística tampoco es ajena al arte. Matthew Fox, un sacerdote y teólogo episcopal, relaciona al místico con el artista: “El místico ve y observa; examina y se maravilla; se despierta y despierta a otros. Por ello el místico, el artista y el profeta son aliados integrales en la jornada espiritual del despertar” (M. Fox, “Wrestling with the prophets”, 1995, pág. 13).
A manera de ejemplo, Santa Hildegarda von Bingen, una abadesa benedictina del siglo 12, fue también una de las compositoras más famosas de música sacra medieval. Con toda justicia, el recientemente fallecido Papa Benedicto XVI le concedió en 2012 el título de “doctora de la iglesia”, en reconocimiento a su santidad de vida y la originalidad de sus enseñanzas.
Otra rama del arte en la que encuentro un evidente paralelismo con la expresión de asombro del místico es la literatura y, en particular, la poesía. Así como los místicos sienten la presencia de Dios en todas y cada una de las manifestaciones de su creación, los poetas no pueden evitar embelesarse ante las maravillas de la naturaleza.
Sin ir más lejos, Octavio Paz, poeta exquisito, se dirige de esta manera a la mujer amada en “Piedra de sol” (1957): “Te pareces al árbol y a la nube, / eres todos los pájaros y un astro, / te pareces al filo de la espada / y a la copa de sangre del verdugo, / yedra que avanza, envuelve y desarraiga / al alma y la divide de sí misma, / escritura de fuego sobre el jade, / grieta en la roca, reina de serpientes, / columna de vapor, fuente en la peña, / circo lunar, peñasco de las águilas, / grano de anís, espina diminuta / y mortal que da penas inmortales”.
Y el añorado Pablo Neruda rinde así pleitesía al símbolo arbóreo en su “Canto general” (1955): “Aquí viene el árbol, el árbol / cuyas raíces están vivas… / Este es el árbol de los libres. / El árbol tierra, el árbol nube. / El árbol pan, el árbol flecha, / el árbol puño, el árbol fuego… / Este es el árbol, el árbol / del pueblo, de todos los pueblos / de la libertad, de la lucha. / Asómate a su cabellera: / toca sus rayos renovados: / hunde la mano en las usinas / donde su fruto palpitante / propaga su luz cada día. / Levanta esta tierra en tus manos, / participa de este esplendor… / y monta guardia en la frontera, / en el límite de sus hojas”.
(Continuará la próxima semana)
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