La espiritualidad es el puente simbólico que tendemos los seres humanos hacia los planos sutiles de la existencia. Dicha conexión no es racional, ni lógica, sino de naturaleza vivencial, pues la establecemos por medio de la experiencia mística. De acuerdo con el sacerdote franciscano Richard Rohr, un momento místico se produce en el alma y el cuerpo a la vez. Para Silvana Capano, la dimensión corporal está íntimamente ligada a la experiencia mística, por encontrarse unida a la sensación, las emociones y los sentimientos (“La noción de la experiencia en Ignacio de Loyola”, 2021, p. 2).
El poeta y filósofo indio Sri Aurobindo expresaba así la anterior idea: “El conocimiento de Dios no se obtiene sopesando los débiles argumentos de la razón, sino por medio de la experiencia. Y esta experiencia no procede como lo haría la experimentación científica racional. El amor de Dios es un sentimiento infinito y absoluto, así como la sumisión del ser todo, entero, a una luz, una voluntad, un poder y un amor más allá de lo racional” (Citado por Monestier en “Theilard y Sri Aurobindo”, 1963).
En su libro “Farther shores” (“Playas lejanas”, 2008), Yvonne Kason identifica siete tipos de experiencias místicas: 1) las unitivas, en las que se experimenta una unión con lo divino y con la creación entera; 2) los momentos de éxtasis, caracterizados por un júbilo intenso y lágrimas de felicidad; 3) las visiones místicas, propias de santos y gurúes; 4) los acontecimientos expansivos, en los que el campo de percepción se expande hasta abarcar el cosmos entero, 5) el renacimiento espiritual, al que describe como un despertar inesperado a las creencias sagradas; 6) la iluminación, entendida como el conocimiento profundo y espontáneo de la naturaleza del universo y la verdad absoluta de las cosas; y 7) experiencias disolutivas, fruto de la indescriptible integración total del yo con lo Absoluto y el Todo.
En las experiencias de esta índole es como si, por instantes, pudiésemos contemplar todas aquellas cosas que Dios mismo contempla. De ahí que Santo Tomás de Aquino describa la experiencia mística como “un parpadeo fugaz de la unidad de todas las cosas”, para a continuación preguntarnos: ¿te has sentido alguna vez como si estuvieses en la proximidad de una fuerza espiritual poderosa que pareciera conducirte fuera de ti mismo? (T. de Aquino, “Cuestiones disputadas sobre el alma”, 1267).
En 1175, un año antes de su muerte, Santa Hildegarda von Bingen describía así su experiencia visionaria: “La luz que veo no pertenece a un lugar. Es mucho más resplandeciente que la nube que lleva el sol… De ningún modo soy capaz de conocer la forma de esta luz, pero, desde el momento en que la contemplo, toda tristeza y todo dolor es arrancado de la memoria” (V. Cirlot, “Hildegard von Bingen y la tradición visionaria de Occidente”, 2012, pp. 22-23).
Para finalizar, podemos constatar lo difícil que resulta describir en palabras la visión mística como tal, misma que suele acompañarse de una profunda fascinación y un intenso júbilo. Este último es descrito en “The mystic life” (H. Curtiss, 1936) como una especie de dicha celestial: “La felicidad no es solo una vibración de los sentidos, sino la manifestación de una cualidad esencial del Alma” (p. 15, mi traducción). De ahí que el verdadero místico se convierta en la persona más feliz del mundo, pues irradia paz, armonía y un vehemente gozo de vivir hacia todos aquellos a su alrededor.
