Un alma -la mía, la tuya, la de cualquiera- muestra síntomas de envenenamiento cuando sus niveles de felicidad y bienestar interior empiezan a disminuir de manera alarmante. Y se encuentra ya del todo envenenada cuando la energía que proyecta hacia otros, contaminada por la toxicidad propia, empieza a atentar en contra de la felicidad y bienestar de aquellos que forman parte de sus círculos de acción cotidiana, trátese de seres queridos, colegas, amigos o conocidos.
Nadie puede dar lo que no tiene, así que, habiendo consumido sus reservas de bondad, amor y compasión, el alma envenenada se ve forzada a alimentarse de la bondad, del amor y la compasión de aquellas almas aún en armonía. No importa si en dicho proceso haya de mendigar, arrebatar o robar la vitalidad que esta alma envenenada ha dejado de tener. Si envidiar es codiciar los talentos y posesiones de otros, podría decirse que ésta se siente cómoda en la frecuencia de la codicia y de la envidia: “Si tú lo tienes, ¿por qué no habría yo de tenerlo?… Si tú gozas de ello, ¿qué me impediría querer quitártelo?”.
Otra de las frecuencias preferidas del alma envenenada es la de la agresión, cuya densidad es aún más baja que la de la codicia. Si entendemos la agresión como la suma de comportamientos orientados a causar un daño físico, psicológico o espiritual hacia otro, bastaría con examinar una muestra representativa de los mensajes intercambiados a través de Twitter y otras redes sociales para encontrar la evidencia irrefutable del envenenamiento colectivo de millones de almas que expresan su descalificación y desprecio sistemáticos hacia aquellos cuya única falta es no compartir su mezquina manera de ver el mundo. Más allá del daño causado a terceros, la agresión cotidiana exhibe también las alarmantes carencias en el interior de quienes reparten su desprecio a diestra y siniestra, a quienes podríamos decirles: “Enumera las fallas que ves en mí y te diré aquello de lo que careces”.
Las almas envenenadas han existido desde el inicio de los tiempos, ciertamente; baste con recordar cómo trató Caín a su hermano Abel. Lo que me parece preocupante es que los niveles de agresión emocional hayan aumentado de manera tan marcada a partir de la pandemia del Covid-19. Porque a estas alturas es indudable que el encierro obligado fue un caldo de cultivo que ha exacerbado nuestros niveles de agresividad. Por ejemplo, ¿cuántas veces hemos sabido, a través de este y otros medios informativos, de acaloradas riñas entre automovilistas simplemente porque uno le cerró el paso al otro en la vía pública? ¿Será que ahora preferimos -ya no digamos arreglar, sino ahondar- nuestras diferencias por medio de empujones, acusaciones, amenazas y a grito pelado?
No es de extrañar que el evidente envenenamiento del planeta, causado por la contaminación y el despilfarro de los recursos naturales, provenga de aquello en lo que nos estamos convirtiendo: almas envenenadas. Envenenadas por la falta de empatía, compasión y amor. Envenenadas por la toxicidad de los odios y los resentimientos, que empiezan en un “mírame y no me toques” y terminan en la agresión violenta. Pero, ante todo, almas envenenadas por las agudas carencias en nuestro interior más profundo.
¿No será ya tiempo de revisitar el sagrado terreno de la comprensión, el respeto y la armonía?