Se ha sugerido aquí la idea de que educar, aprender y jugar deberían ser acciones concurrentes y complementarias entre sí. Desgraciadamente, por el contrario, muchas escuelas se han convertido en espacios de acondicionamiento, en los que se programa a niños y jóvenes para cumplir con los mandatos sociales antes que disfrutar sus aprendizajes.
En su ensayo Breve historia de la educación, Peter Gray (Psychology Today, 2008) afirma que, desde tiempos inmemoriales, la educación de los menores se ha enfocado en “doblegar su voluntad con el fin de convertirlos en buenos trabajadores”. Así pues, en la Edad Media era normal recurrir a la coerción para que los pequeños aprendieran a cumplir con sus deberes. Aquellos en el poder acostumbraban a escoger a niños de siete u ocho años como futuros sirvientes. Si el chiquillo no cumplía satisfactoriamente con las órdenes de su amo, se hacía acreedor a un castigo severo.
En los tiempos actuales seguimos levantando polvos de aquellos lodos. Imma Marín, autora del libro ¿Jugamos? (2018) se lamenta de la marginalización del juego a lo largo de la historia e identifica algunos de los marcos mentales que nos siguen limitando. Pensar, por ejemplo, que el juego distrae del aprendizaje y que el aula es meramente trabajo. De ahí que cotidianamente utilicemos expresiones como “no juegues con mis sentimientos” o “todo te lo tomas a juego”.
Marín esgrime las siguientes razones para incorporar el elemento lúdico a la labor educativa: ESPONTANEIDAD para cuestionar lo habitual y romper con lo establecido; APRENDER HACIENDO, pues el juego nos mueve a la acción y la acción al aprendizaje; EMOCIÓN, ya que el juego maximiza el impacto de las emociones en el acto de aprender; INTERRELACIÓN, puesto que el juego facilita la relación colaborativa entre las personas; RETO CONSTANTE, por las incógnitas que enfrenta el educando al salir de su zona de confort; IMPACTO, debido a que los procesos surgidos en un entorno lúdico repercuten en los participantes al ir más allá del resultado inmediato.
Si pudiésemos resumir las bondades del juego en una sola palabra, esta sería vitalidad, que se traduce en dinamismo y ansias de vivir, propósitos que también debería hacer suyos la parte educativa. Podríamos decir que, en esencia, el juego es un elemento mágico que rebasa toda conceptualización racional. En su libro Homo ludens (1938), Johan Huizinga afirma: “El juego es, antes que nada, una actividad libre… arrebata, electriza, hechiza. Está lleno de las dos cualidades más nobles que el hombre pueda encontrar en las cosas y expresarlas: ritmo y armonía”.
Concluyo esta serie retomando el propósito mismo de la educación, enunciado así por el maestro budista Thich Nhat Hahn: “La misión de los profesores no solo consiste en transmitir conocimientos, sino en formar seres humanos… Es meta de la educación promover un ambiente en el que tanto alumnos como maestros se desarrollen, florezcan y aprendan las habilidades para llevar una vida feliz, saludable, creativa, balanceada y significativa.” (“Happy teachers change the world”, 2017).
Si los educadores incorporamos el componente lúdico a nuestra labor dentro y fuera del aula, nuestros estudiantes estarán, a su vez, en condición de vivir y disfrutar a fondo todos y cada uno de sus aprendizajes.
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