Cuando estaba en secundaria, solía ser más directo de lo que soy ahora. Un compañero en particular solía hablarme por teléfono para preguntarme cosas de la tarea e invariablemente se ponía a conversar después sobre trivialidades, cosa que me impacientaba. Así pues, pasado un rato no tenía empacho en decirle: “Ya me aburrí de hablar” y tranquilamente colgaba. Al paso de los años, mi madre aún recuerda cómo le llamaba la atención que yo hiciera esto sin que me alterara en absoluto. “Es que era un latoso, en verdad me aburría”, suelo decirle.
Si bien hoy en día no me siento del todo orgulloso de esto que yo hacía, me doy cuenta de que era mi manera de ponerle un límite al actuar de otros cuando mis necesidades eran ignoradas. Que el susodicho compañero me siguiera llamando a pesar de mi repetida firmeza, me hace pensar que de alguna manera valoraba el conversar conmigo. O tal vez simplemente no tenía nada mejor qué hacer.
Poner límites en las relaciones es, pues, una manera de procurar y preservar el bienestar personal. ¿Por qué, entonces, generalmente nos cuesta tanto trabajo hacerlo? Razones hay muchas: no queremos lastimar los sentimientos de la otra persona; tememos caerle mal o alejarla de nosotros; no nos conviene quedar mal con alguien así, digamos, nuestro jefe. Si agregamos el hecho de que a los mexicanos no nos resulta fácil ser claros o directos, las cosas se complican aún más. En un ensayo de su autoría, las psicólogas Suilan Chia y Constanze Ihl puntualizan al respecto: “Desde lo cultural, está la idea de que para ser una buena persona hay que estar dispuesto a entregar todo por los demás. Por ende, para lograr fortalecer la autoestima y sentirse bien con uno mismo/a y los demás, se tienden a transgredir estos límites”.
Los beneficios de marcar límites en las relaciones son múltiples y variados. Mar Estévez García, una terapeuta española, enumera los siguientes: tomar las riendas de mi propia persona, decir no cuando no quiero algo y sí cuando lo deseo o necesito, poner un alto a posibles comportamientos indeseables, evitar que los otros me impongan lo que quieren, proteger mi intimidad, no concederle a cualquiera la libertad de manipular y exigir sobre mi espacio personal, no consentir que alguien me falte al respeto, rechazar el chantaje emocional (“no entiendo por qué te pones así, pensé que te caía bien”), y gozar de un espacio propio, bajo mi control.
En pocas palabras, los límites son una barrera emocional cuyo propósito es proteger nuestra identidad y bienestar personal. Para mantener estas barreras de contención es menester separar los comportamientos aceptables de los que no lo son en nuestras relaciones familiares, laborales y amistosas.
Nedra Glover Tawwab, una experta en relaciones, identifica dos etapas en el proceso de salvaguardar nuestro espacio personal: A) COMUNICACIÓN. Hacerles ver a los demás cuáles son las normas y expectativas que conforman nuestras relaciones. Por ejemplo: “Te voy a pedir que, en la medida de lo posible, si tienes algo que decirme, lo hagas de manera simple y directa en vez de triangularlo a través de terceros”. B) ACCIÓN. Ligar lo que decimos con aquello que hacemos. “Debemos traducir en comportamientos lo que comunicamos -sostiene Glover-, ya que apostar a que los demás serán capaces de leernos la mente es la mejor receta para una relación poco sana”.
(Continuará la próxima semana)
Fuente bibliográfica primaria: N. Glover Tawwab (2021). Set boundaries, find peace. Nueva York: Penguin Random House.
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