Daba cuenta aquí, la semana pasada, de las “hazañas” más recientes de dos personajes particularmente retorcidos del escenario geopolítico actual, como lo son Donald Trump y Vladimir Putin, quienes en Semana Santa tuvieron la ocurrencia, cada uno en lugares y circunstancias distintas, de compararse con el mismísimo Jesucristo. Aunque resulte difícil de creer, se atrevieron a presentarse como los mesiánicos salvadores de sus respectivos pueblos. Esto, sin importar que Trump afronte actualmente un juicio penal en su contra y que Putin haya puesto a Europa en la antesala de un conflicto bélico de potenciales proporciones mayores (ver “Lobos con piel de oveja”, parte 1, edición no. 1837 de “Códigoqro”, 18/4/2024).
A partir del ejemplo anterior, no se podrá negar que la humanidad se encuentra actualmente empantanada en el terreno de la “posverdad”, definida por la Real Academia Española como “la distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Quienes venimos de una generación en la que los hechos (es decir, aquello que solíamos entender como “la vida real”) permitían distinguir lo “verdadero” de lo “falso”, debemos admitir que la tortilla ha quedado volteada de sopetón y que los hechos objetivos han dado marcha atrás ante la subjetividad histérica del grueso de la población.
Me refiero, por supuesto, a aquellas mayorías que han puesto en el poder a personajes tan siniestros como los mencionados. Y es que no se puede soslayar que, juntos, los Estados Unidos y Rusia aglutinan a 477 millones de individuos, muchos de los cuales idolatran a Putin y a Trump por igual.
Los “lobos con piel de oveja”, como describen las sagradas escrituras a los falsos profetas de los tiempos postreros, parecieran haber sido concebidos en el ámbito de la posverdad. O, como diría don Ramón de Campoamor en su emblemático poema: “Y es que en el mundo traidor / nada hay verdad ni mentira: / todo es según el color / del cristal con que se mira”.
Francisco Franco, el dictador hispano, es otro de los oportunistas que militan en la liga de los devaneos de grandeza. Así lo demuestra la frase groseramente narcisista que hizo inscribir en las monedas de la España del nacionalcatolicismo: “FRANCISCO FRANCO CAUDILLO DE ESPAÑA POR LA G. DE DIOS”. Por la gracia de Dios, como si El Divino hubiese tenido la inconcebible ocurrencia de depositar en los hombros del “generalísimo” tan honrosa distinción.
¿Y qué decir de la osadía de Napoleón Bonaparte, cuando en 1804 se coronó a sí mismo como emperador de Francia, colocando así a la Iglesia y a la aristocracia de rodillas ante su poder desmedido?
El fenómeno aquí ilustrado, mediante el cual un ser humano, por lo demás común y corriente, tramposamente se empeña en legitimarse con una falsa aura de divinidad, tiene un nombre. Los sociólogos le llaman reificación.
“La reificación -señalan Berger y Luckmann- es la aprehensión de fenómenos humanos como si fueran… el resultado de leyes cósmicas o manifestaciones de la voluntad divina… El orden total de la sociedad puede concebirse como un microcosmos que refleja el macrocosmos del universo total como creación de los dioses”. O, para decirlo más chabacanamente, ¡qué afán de este trío de sátrapas de involucrar a diosito en sus cochinos asuntos!
Referencia bibliográfica: Peter Berger y Thomas Luckmann (1968). La construcción social de la realidad. Buenos Aires: Amorrortu, p. 114.
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