La tía Bertha es conocida por muchos por el lazo de colores que lleva siempre en su cabello. Asegura que con ello se retira el pelo de un rostro en el que se aprecian los años buscando justicia por el asesinato de su hijo Julio César, a quien mataron aquella noche del 26 de septiembre de 2014, en la que fueron asesinados tres estudiantes y otros 43 permanecen en paradero desconocido.
Julio César es uno de los olvidados de la tragedia de Ayotzinapa, que cumple esta semana su octavo aniversario.
“¿De qué me sirve saber dónde está mi hijo enterrado? ¿Acaso, mi hijo va a salir de esa tumba y me va a decir ‘mami, ya estoy acá, ya no llores, ya estoy contigo’?”, expresa en entrevista con Efe Bertha Nava.
La tía Bertha recibe a Efe en la casa donde vive con su hija y su nieta, en el municipio de Tixtla (estado de Guerrero), al que se llega recorriendo una carretera que no se recomienda atravesar en la noche por su peligrosidad.
El narco está presente en casi todos los rincones de la zona, donde la vegetación es frondosa y de un verde muy intenso. Igual de intenso que los colores del lazo que porta la Tía Bertha siempre que habla públicamente y que se ha convertido para muchos en un símbolo de lucha.
La madre de Julio César relata con un sorprendente estoicismo -aunque con momentos de quiebre- lo que recuerda de la noche en la que su hijo y decenas de estudiantes fueron atacados sin clemencia por policías y militares.
Tiene otros tres hijos, pero asegura que con la muerte de Julio César perdió para siempre una parte de su corazón.
“Como padres no nos podemos olvidar (de lo sucedido) porque nos hacen falta en nuestra casa, nos hacen falta en nuestra mesa, en nuestra vida. (…) Mis otros tres hijos son mis hijos, pero me falta ese pedacito de corazón que me arrebataron”, sentencia la mujer, sentada en un jardín lleno de plantas y flores, junto a un cartel con el rostro de su hijo y de sus compañeros asesinados, Daniel Solís Gallardo y César Mondragón Fontes.
Quince minutos antes de la medianoche de aquel día, Bertha recibió la última llamada de su hijo en la que este le dijo que estaba en Iguala apoyando a sus compañeros en el secuestro de autobuses para acudir en días próximos a la capital a conmemorar el 2 de octubre de 1968, cuando el Gobierno aplastó militarmente al movimiento estudiantil en Tlatelolco, en la Ciudad de México.
Varias decenas de estudiantes se encontraban en Iguala esa tarde cuando a uno de los vehículos se le cruzó una patrulla y el conductor se bajó y se fue, recuerda Fred Sabino de la Cruz en entrevista con Efe en la explanada de la escuela normal rural de Ayotzinapa, donde él sí pudo terminar sus estudios.
“Nos bajamos a intentar empujar la patrulla para poder seguir pero no nos percatamos de que atrás venían más policías (estatales y federales)”, relata, al detallar cómo empezaron a dispararles.
En ese momento hirieron a Aldo Gutiérrez Solano, quien permanece en coma hasta la fecha. Además dispararon a una rueda del autobús y así los estudiantes no pudieron abandonar el lugar.
Allí esperaron a recibir atención médica. Pero poco después apareció una camioneta en la que viajaban dos hombres que empezaron a disparar: matando primero a Julio César Nava de tres disparos en la cabeza y la cara y después a Solís Gallardo.
Mondragón Fontes, según se supo más tarde, fue detenido, torturado y ejecutado allí mismo por la policía municipal, quien abandonó su cuerpo con el rostro y los ojos arrancados, en una calle de Iguala.
Después del tiroteo, los estudiantes corrieron hacia donde pudieron, se escondieron en terrenos baldíos, en casas de vecinos, bajo los coches y algunos en casas de maestros.
“Fue muy difícil regresar a las aulas. (…) Cada día que pasaba hasta la esperanza también la íbamos perdiendo, pero mientras no veamos el cuerpo de los compañeros… y esa fue la consigna que se que se tomó y que hasta hoy día se sigue”, comparte Fred.
Otro de los sobrevivientes de aquella noche, Francisco Echeverría de Jesús -quien recibió un balazo en la pierna-, es además hermano de Gabriel Echeverría de Jesús, asesinado junto a su compañero Alexis Herrera Pino el 12 de diciembre de 2012 por agentes policiales durante un bloqueo por parte de estudiantes en la autopista que une Chilpancingo y Acapulco.
Francisco recuerda nítidamente la conversación con su hermano pocos días antes del ataque.
“A unos cinco metros de mi mamá todavía le dice ‘mamá, sabes que no sé qué pueda pasar, tanto puedo regresar o tanto puedo no regresar, pero si no regreso nos vemos en el otro mundo'”, relata Francisco.
Ellos fueron los primeros estudiantes de la escuela rural de Ayotzinapa en ser asesinados por agentes. Tanto este como el caso de los estudiantes asesinados en 2014 permanecen sin resolver. No hay culpables ni tampoco sentencia.
Por eso, Bertha, Fred, Francisco y varias víctimas directas o indirectas se unieron y formaron el colectivo Los Olvidados de Ayotzinapa, con el que, aunque todavía no han obtenido justicia, han logrado ser por fin escuchados.
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