Por curiosidad, lancé esta pregunta a varios jóvenes ejecutivos cuando con ellos conversaba: “¿Y a ustedes qué les gusta hacer en sus ratos libres?” Sin pensarlo mucho, uno me contestó: “A mí me gustaba leer libros”. Intrigado, inquirí de nuevo: “¿Te gustaba?... ¿o sea que ya no te gusta?” Su segunda respuesta me sorprendió aún más: “No, no... me encanta leer; lo que pasa es que por lo pesado de mi trabajo ya no tengo tiempo”.
Para encontrar la pauta que nos lleve a comprender el predicamento de este joven administrador, me remonto a un ensayo del filósofo británico Bertrand Russell escrito en 1932: “Antes había una capacidad para la alegría y los juegos que, hasta cierto punto, ha sido inhibida por el culto a la eficiencia”. (“Elogio de la ociosidad”, p. 13). Como bien dice Russell, en aras de la eficiencia hemos sacrificado espacios de recreación que nos harían la vida más placentera. Incluso, en situaciones extremas, se nos puede ir la vida por ello. Es este el caso de Anna Perayil, una contadora pública de 26 años que prestaba sus servicios en la firma contable Ernst & Young, quien en septiembre del año pasado falleció a causa de un ataque cardíaco provocado por el trabajo excesivo. Su madre lamentó de esta manera el infausto acontecimiento:
“La experiencia de Anna es indicativa de una cultura laboral que glorifica el trabajo en exceso... Las implacables exigencias y la presión para cumplir expectativas poco realistas son injustificables y le han arrancado la vida a una joven con un potencial enorme”.
En un libro alusivo al tema, Celeste Headlee señala que pocas de nuestras actividades cotidianas se encuentran orientadas a acrecentar el bienestar o a hacer cosas divertidas. “Hemos perdido el equilibrio –señala– entre el esforzarnos por ser mejores y el sentir gratitud por aquello que tenemos... [y también]... hemos perdido el contacto con las cosas que realmente enriquecen nuestras vidas y que nos hacen sentir satisfechos.” (p. 13).
Lo anterior viene a cuento por un exquisito artículo del escritor hispano Ismael López Gálvez, en el que sugiere una serie de sugestivas actividades que podemos llevar a cabo para hacernos de una vida más plena. Por ejemplo, atreverse a bailar una canción con pasos torpes. Nótese que el literato habla de pasos torpes por una sencilla razón: “Ser libre es permitirse errar, pasar momentos vergonzosos y vergonzantes y hacer lo que plazca, siempre que no dañe a un tercero” (ver op. cit.). Los niños pequeños son nuestros mejores maestros en este sentido, pues el abandono lúdico con el que manifiestan su vitalidad es regido por un goce que les brota del alma.
A la lista de actividades propuestas por López Gálvez he agregado otras más que se me han ocurrido y te compartiré ambas listas en la próxima entrega. Se trata de sencillas acciones que podemos practicar en la cotidianidad para asegurarnos de vivir a plenitud la vida.
Cuando hablo de plenitud me refiero a un estado de bienestar personal orientado a la libre expresión de nuestro ser interior, así como a la realización personal. O, como diría la previamente citada Celeste Headlee: “Podemos y debemos dejar de tratarnos como máquinas impulsadas, bombeadas y amplificadas. En vez de limitar y restringir nuestra naturaleza esencial, celebremos nuestra humanidad, tanto en el trabajo como en el ocio”.
(Continuará la siguiente semana).
Referencias bibliográficas: López Gálvez, I. (2025). “La vida plena” zendalibros.com / Headlee, C. (2020). “Do nothing: how to break away from overworking, overdoing and underliving”. Nueva York: Harmony.
El rostro maquiavélico del liderazgo tóxico (parte cuatro y última)
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