Maquiavelo estaba convencido de que es mejor ser temido que ser amado, lo cual parecería, de entrada, un despropósito. Si bien el pensador italiano aclaró que no le veía problema alguno a procurar ser amado, precisó que él prefería que le temiesen, pues concebía a los seres humanos como “ingratos, volubles y simuladores” (“El príncipe”, p. 84). Curiosamente, tan peculiar lógica le viene como anillo al dedo a un personaje que goza haciendo de las suyas en muchas organizaciones: el líder tóxico.
Para ser claros, los líderes tóxicos carecen en absoluto de cualidades redentoras. En su libro “Toxic leaders and tough bosses” (2024), Teresa A. Daniel no duda en describirlos como cínicos, autocomplacientes, abusivos, criticones, agresivos, dictatoriales e injustos. Un empleado entrevistado por ella la hace ver lo difícil que resulta tratar con personas así: “Lidiar con un líder tóxico equivale a intentar arrojar una granada sobre un muro; tal vez puedas lograrlo, pero si no, sabes que las cosas van a salir mal” (op. cit., p. 55, mi traducción).
Líderes de esta naturaleza los hay por todos lados. Incluso me atrevería a apostarte, lector / lectora, que has tenido la mala fortuna de padecer a alguno de ellos. Para ello me apoyo en una encuesta de Gallup que revela que la razón por la que uno de cada dos individuos que optan por abandonar una empresa tiene que ver más con la insatisfacción con sus superiores que con la organización misma. También es necesario precisar que los líderes tóxicos se suelen concentrar en organizaciones cuya cultura organizacional es igualmente tóxica (por cultura organizacional me refiero a las creencias, comportamientos y normas propias de la institución).
Susan Hetrick, una consultora empresarial especializada en el tema, señala que en una cultura de trabajo tóxica los líderes se suelen distinguir por sus absurdos berrinches y temperamento desbordado. No será, pues, de extrañar que los subordinados eviten llevarles la contra por temor a posibles represalias.
En su libro “Toxic organizational cultures and leadership” (2023), Hetrick presenta el testimonio de un ejecutivo que labora en uno de estos lugares: “La toxicidad es intensa y solo la llegas a conocer cuando la experimentas. Desde que llegas, sientes un pánico horrible y por todos lados escuchas conversaciones en las que la información se convierte en un arma; no se trata de hacerla fluir, sino de poder ocultarla. En cada conversación te pones a la defensiva, pues sientes que bien podría ser la última. Es una de esas situaciones en las que, si pudieras, saldrías huyendo” (p. 13, mi traducción).
En las culturas tóxicas se evita hablar de los errores cometidos y, si se llega a hacerlo, es para centrar la culpa en los empleados de menor estatus. Esta mentalidad genera un ambiente laboral disfuncional, que cancela la posibilidad de aprender de los errores. Un clima organizacional asfixiante conforma, de hecho, una de las partes de lo que Hetrick llama el triángulo tóxico, siendo las otras dos: 1) los líderes destructivos, con todo y sus intenciones maquiavélicas, y 2) los empleados conformistas que les hacen el juego y se convierten en sus cómplices. Dado que el liderazgo tóxico requiere del control y la coerción para sostenerse, quienes se resistan se verán obligados a pagar las consecuencias.
(Continuará la próxima semana)
Referencia bibliográfica: Susan Hetrick (2023). “Toxic organizational cultures and leadership: how to build and sustain a healthy workplace”. Londres: Routledge.
¿Está listo tu equipo de trabajo para tomar riesgos elevados?
Comparte esta nota: