Por décadas, mi familia y yo solíamos vacacionar en Uruapan. Mi esposo nació ahí, así que viajábamos constantemente para visitar a mi suegra y a Doña Pancha, la nana.
El Uruapan de mis recuerdos es, como en la novela de Laura Esquivel “Como agua para chocolate”, una mezcla de olores a comida (sopa de arroz rojo, frijoles refritos en manteca con harta cebolla acitronada y apachurrados con cuchara de palo, guisados de calabacitas y elote, tortitas de papa, dulce de calabaza o de plátano con una espesa miel de piloncillo, el chocolate caliente de metate servido de una jarra de barro, uchepos con carne de puerco y corundas) y de lugares hermosos, como el Parque Nacional con su helada agua del río Cupatitzio y los “versus” que, con ingenua picardía, recitaban pequeños de no más de ocho años, lo mismo sobre la historia del parque:
“Vengo de México lindo,
a conocer Michoacán,
a contemplar las bellezas
de este Parque Nacional…”
… que sobre las suegras:
“Cuando se muera mi suegra,
que la entierren boca abajo,
para si se quiere salir,
que se vaya más para abajo…”
… y que, además, obsequiaban el ‘pilón’:
“En el Parque Nacional
había una silla bendita
ahí se sentó mi abuelita
y se levantó señorita”.
… no sin antes pedir una moneda:
“Ahora como dice la cotorra
unos ven, otros oyen,
otros corren,
otros pagan
y otros se van de gorra”.
Uruapan representaba la riqueza de la cultura michoacana plasmada en barro, madera y textiles; el exquisito sabor del café “La Lucha”, los recortes de hostias que las monjas en clausura le regalaban a mis hijos cuando íbamos a visitarlas, las cemas del señor que se paraba afuera de la papelería el “Lápiz Rojo” con su enorme canasto de mimbre en la cabeza, los tamales de citún (zarzamora) elaborados por manos indígenas purépechas, los tamales de hule y el atole de tamarindo del mercado de antojitos, el atole de grano, las paletas Urani de aguacate, el olor de las “changungas” (nanches) y los pinzanes (guamúchiles) que vendían en las banquetas.
En 2011, falleció Doña Lourdes, mi suegra; poco antes, la casa de una de sus mejores amigas, fue convertida en un narcolaboratorio, en pleno centro histórico. La violencia se había apoderado de las calles desde el 2006.
Lo que vino después para Uruapan, fueron publicaciones -ya no en una guía de turistas- sino como nota roja de los periódicos: cabezas y cuerpos regados por sus calles con mensajes claros de quién mandaba de ahí en adelante, secuestros, ejecuciones y extorsiones; la Policía Federal llenaba los hoteles del centro para de ahí moverse a comunidades y enfrentar la violencia.
La nana Pancha decidió venir a vivir con nosotros a Querétaro. Uruapan dejó de ser una opción para vacacionar, porque, además, esas bellísimas carreteras que recorrimos una y otra vez, mientras admirábamos sus pinos en medio de la neblina, representaban ya un peligro; no por las pronunciadas curvas, sino por el riesgo de que de pronto apareciera un tronco para impedir el paso y que fueras víctima de asaltos o privaciones de la libertad.
Hoy, la plaza principal de Uruapan que tantas veces recorrí durante el tianguis artesanal de Semana Santa, es la escena de un crimen atroz, la de su alcalde; uno más que se suma a las estadísticas, mientras la presidenta de la República adjudica la exigencia de justicia a “carroñeros”.
Vivir con miedo en este país, forma parte de la normalidad; viajar y recorrer México representa un gran riesgo. Nos han arrebatado la libertad de tránsito, pero eso no es lo peor… lo más grave es que, por un lado, el crimen organizado y la clase política nos han despojado de las garantías más elementales; y, por el otro, lo hemos permitido con una enorme indolencia, lo que, en el fondo, nos hace cómplices.
Ojalá que la conmoción, la indignación y el hartazgo que causó la ejecución de Carlos Manzo no desaparezca con el paso de los días y logre sacarnos del cómodo letargo en el que nos encontramos como sociedad, porque los criminales no se rendirán voluntariamente y los gobernantes y políticos seguirán enfrascados en su guerra encarnizada para mantenerse en el poder o para hacerse de él… Entonces y solo entonces habremos de recuperar lo que hemos perdido.
Pa los traidores, el Cerro de las Campanas
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